jueves, 20 de noviembre de 2008

Condena



Porque hago daño.
Porque fallo a quien no debo sin quererlo.
Porque suelto la mano que confía en mí en busca de un aliento.

Cuántas veces lo he hecho y lo estaré haciendo...

Cuando rompo la alegría de su rostro sin consciencia.
Y el remordimiento roe sin piedad en mis adentros.
Cuánto duele la herida de quien quiero,
si esa herida se provoca por mi empeño.

Al viento y al aire se lo he dicho,
que el viento lo diga a quien escuche.
Que la pena no quiero que se guarde,
porque quiero que se pague como debo.

La tristeza y la caverna son el precio... como siempre.


(repitiendo)

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domingo, 16 de noviembre de 2008

Experiencias revividas


No sé por qué, a pesar de haber nacido y vivido siempre en ciudad, me ha llamado tanto la atención y me ha gustado tanto el campo y los pueblos.
Quizás por los breves espacios de tiempo veraniego que, de niño, pasaba con mi abuela en su casa de pueblo.
Por su bodega, su desván, su corral, su chimenea enorme de campana, sus trastos viejos....
Por mi tío abuelo que me llevaba a pescar cangrejos después de haberme pedido que le consiguiera algunos pardales con la escopeta de balines para hacer de cebo, que me llevaba a buscar la leche a casa del vaquero, que me enseñaba los toros bravos cuando pasábamos entre ellos con su “dos caballos” gris.
Quizás por el carácter noble y el trato directo de la gente.
O por estar siempre al aire libre, o por ver corretear las gallinas y los pavos delante de los perros, o por ver pasar los carros de bueyes cargados de heno hasta los topes, o algún mozo “espatarrao” encima de un burro corriendo a todo correr por el pueblo (¡qué envidia!).
¿Por tantas cosas, quizás?

Lo cierto es que siempre deseé vivir en el campo, por eso también me han visto siempre como un bicho raro. Porque mis amistades, mi profesión y mi ambiente no “pegan” con eso.

Sin embargo sé que yo sí pego.
Por eso desde joven soy campero (¿campestre?).
Recorrí campings, pueblos, montes, ríos y costas, antes que ciudades y países. Y lo sigo haciendo.

Por eso me está gustando ahora revivir experiencias infantiles del pasado rural, saludar a gente que acabo de conocer y me preguntan sin pudor y sin respeto por mi vida, mi edad y mis aficiones.
Y me cuentan las suyas.
Que me dan los buenos días, sin conocerme, y me dicen: “Qué tal andamos hombre, hace frío... ¿eh?”. Sin hablarme de usted.
Que, sin conocerme, me ofrecen su ayuda y su amistad, su “caozo”, su rastrillo, su tijera podadera, sus consejos, y terminan diciendo: "para lo que quieras... aquella casa de la chimenea alta al fondo a la derecha es también tu casa".
Aunque sólo sean los fines de semana.

Por eso me gusta aquello.
Y es que cuando vuelvo aquí ya no me gusta la mirada de la gente, desconfiada, ajena, extraña.

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