viernes, 29 de mayo de 2009

Como siempre


La mente se para y te sientes inmóvil, no la notas a tu lado y te parece que ha huido por esos mundos sin contar contigo.
Las ideas que revoloteaban en tu interior se quedan paralizadas y no dan señales de vida.
Sientes que estás fuera del engranaje de este mundo y su gente.
Las conversaciones son superfluas, el interés no va contigo.

¿Será la primavera? ¿Que termina el curso y empieza el verano? ¿Que te ha bajado la tensión arterial?

Yo sé que para mí cada año no comienza el uno de enero.
Comienza cada verano, con su fin de curso y su comienzo de vacaciones.
Es cuando pienso, cuando me hago proposiciones ilusorias, cuando decido cambiarlo todo... pero sin mente es muy difícil hacerlo.

Y tengo que hacerlo... como sea.
No puedo perderme este año todos mis proyectos (que nunca se cumplen), mis determinaciones más firmes (que se las lleva el viento), y mi total decisión de dar la vuelta a la tortilla (que siempre se queda como está).

No. Tengo que sacudir la mente, a ver si es que está dormida, o llamarla a voces si es que ha sido una pendona y se ha ido por ahí de picos pardos.
Porque ya es tarde y tengo que empezar a planificar como todos los años mi decisivo e irrenunciable cambio de vida.
En agosto ya no me reconoceré ni en el espejo, seré otra persona nueva, con una vida nueva (¡madre mía... como siempre!).
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domingo, 3 de mayo de 2009

Y el tiempo pasa...


Me da miedo ver pasar el tiempo.
Y saber que cuanto más hago, más ocupado estoy, más me divierto y más trabajo... más corre sin remedio.
Se me escapa de las manos.
El tiempo, la vida, el mundo en definitiva.

Me entra muchas veces la famosa tentación de moverme lo menos posible, hacer lo menos posible, sentarme e intentar aburrirme para que las horas sean más largas.
Intentar hacerlas eternas para alargar el tiempo.
Hacer un inútil intento de buscar la forma de recuperar aquella época de la vida en que el día era más largo, la semana más provechosa, y el año inconmensurable.
Divina juventud que pasó por mi piel sin darme cuenta y sin pensarla. Como a todos.

No tengo miedo a ningún final. Llegará.
Tengo miedo a que con el correr malvado de las horas, no pueda aprovecharlas como debiera.
A que mañana no me dé tiempo a hacer lo que pienso.
A que sean tantas cosas las que quiero, que no tenga tantas horas como deseos.
A que se vaya cerrando el embudo y tenga todavía un saco demasiado grande para que quepa por él.

Pero si me siento, si me aburro, si me quedo mirando a las musarañas, el saco no se vaciará nunca... porque lo voy llenando cada vez más de más deseos, de más proyectos.
Me gustaría dejar de ser inquieto.

Hace poco, alguien de mi edad me dijo que estaba en una etapa feliz. Que no aspiraba a nada más que a vivir tranquilamente, a no disgustarse, a pensar lo menos posible, a disfrutar del día a día como venga, a renunciar a cualquier sentimiento (¡Dios mío!) y a caminar por la vida superficialmente.
Me da pena... pero sonríe todos los días.
Sí, me da pena... pero no tiene insomnio.
Me da pena... pero por un oído le entran las cosas y por otro le salen.

Yo no puedo ser así.
Yo sigo en un sinvivir. Es mi naturaleza.
¡Qué desastre!

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