lunes, 12 de julio de 2010
La vida clara
Tenía un tío-abuelo que marcó profundamente la formación de mi personalidad, allá cuando empezó a formarse... de muy niño.
Cuando empiezas a saber que no sabes nada, que no eres nadie, y que no sabes qué hacer para meterte en este mundo, impresionante y tan complejo, en la preadolescencia.
Este buen hombre, -hombre bueno de pueblo-, era un relativista.
Yo no tenía abuelos, no los conocí, y para mí él era la fuente de la sabiduría filosófica (mi padre fue fuente de otra sabiduría). En él bebía el modelo de mi pensamiento y mi visión de la vida íntima.
Pero él no hablaba. Casi no hablaba. Sólo lo justo. Monosílabos y frases cortas, tajantes. Para mí eran como órdenes en voz baja. Yo le miraba, le hacía caso... y le admiraba.
Sólo actuaba. Sólo hacía. Sólo vivía. No perdía el tiempo.
Me decía una tarde... "mañana ven a casa a las siete que vamos a coger cangrejos". Y yo callado, sólo decía... "bueno". Y al día siguiente, babeando de alegría, madrugaba para ir a su casa, donde me esperaba preparado para ir al río.
Orgulloso yo de que me eligiera a mí de entre todos los sobrinos.
Cuando murió, sus hijas me recriminaban que me había querido a mí más que a ellas. Pues será una barbaridad... pero también creo que yo le quería más que ellas.
¿Y por qué me acuerdo de él ahora? Pues porque lo tengo muchas veces presente. Y porque ahora, más que nunca, pienso que estoy olvidando su enseñanza y su ejemplo de vivir y de estar.
No debería perder ese norte, aunque tenga que luchar contra la marea. No debería dejarme ofuscar por madejas y líos superficiales y baratos.
Debería volver a la vida clara.
Como la tuya, tío J.
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